Le debía unas letras envenenadas, como
sus labios cuando los utilizaba como moneda de cambio.
Le debía el mayor de mis desprecios,
empuñando el arma del orgullo en defensa propia.
Le debía la última calada de este
cigarro consumido pensando en ella, mientras orino mi borrachera.
Le debía toneladas de sinsabores,
litros de lágrimas, cuarto y mitad de incomprensión que hoy le pago
con intereses.
Le debía versos que se perdieron entre
la marea del olvido, entre la negra sombra de lo que nunca fuimos.
Le debía el sonido desafinado de mi
guitarra, mientras los acordes soñaban con la música de su rubia
melena.
Le debía no darle importancia a su
cuerpo, esculpido a base de deseo y cincelado a golpes de morbo.
Le debía odiarla, después de quererla
hasta morirme y matarme.
Le debía mi más profundo rencor, por
sus ataques de histeria de Barbie consentida.
Le debía paisajes nublados, mientras
su boca me engañaba con la mía.
Le debía un teorema vital que dijera: yo nunca seré igual que tú.
Le debía olvidarla y resucitarla
entre estas líneas que la acompañarán durante toda su vida.
Le debía sincerarme ante ella, mujer
de poca fe, aunque tenga nombre de seguidora de Cristo.
Le debía y le debo noches en vela,
mis ojos fijos en el techo oscuro de mi habitación.
Le debía y le debo relojes sin tiempo,
el hueco de su silueta clavado en mi colchón.